Muchas veces y sobre todo de adolescente o cuando se es joven, uno se ve absolutamente diferente a los demás, se imagina que concuerda tanto como una rueda redonda en un grupo de cajas cuadradas.

Eso sentí siempre. Y aunque puede que la psicología sepa perfectamente por qué es eso, mucho no me importa, porque el haberse sentido así, hizo que pudiera llegar a lugares que todos me decían que eran imposibles o cumplir todos o casi todos los sueños que tenía.

Pero no fue porque era diferente, sino porque tenía que demostrar que lo era. No quería ser parte de esa simetría perfecta, de esa monotonía que me rodeaba.

Y el tiempo pasó. Mucho tiempo pasó. Y gran parte de él, diría, casi no me di cuenta que lo hizo. Y hoy, quichicientos años después, me doy cuenta que no era una rueda en un mar de cajas, sino más bien una caja de otro color, por momentos disfrazada de rueda.

Y aunque lentamente voy perdiendo el color y emparejándome con el resto, noto que la mayoría de ellos también se sintieron, en algún momento, más o menos así. Con más o menos dudas, con más o menos miedos, con sueños más grandes o más chicos, con revoluciones internas dolorosas o no, con más pensamiento rumiante no creo, pero bue, puede que alguno si.

Recién comprendo que la oveja negra, lo es porque se atrevió a meterse en el barro y cruzar cuanto alambrado o terreno pantanoso se le cruzó, pero no porque fuera diferente a las demás, sino porque no pudo (y hago énfasis en el \”pudo\”, no es que no \”quiso\”) seguir el camino marcado.

Hoy ya no importa que cajón soy. Diría, incluso, que a medida que me entero de las historias familiares o hablo con mis amigos de la infancia, todos somos la verdura que va dentro el cajón, cualquier verdura, diría, es decir, posiblemente no seamos ni cajones.

Pero eso, creo que puede quedar para otra vez.

Hoy los veo.
Y los abrazo.


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