Hace unos meses me trajeron de regalo una lapicera fuente. Igualita a otra que me habían regalado hace ya veinte años y que terminó muriendo de viejita, cuando la pluma y el cartucho de recarga se unieron en un eterno abrazo de tinta seca, paso del tiempo y desgaste de materiales.
Pero la emoción de la llegada se opacó, al menos transitoriamente, pues no nos entendimos de entrada. Por un momento creí que podía ser una lesión que tengo en la mano derecha, en otro momento que me hubiera cambiado mucho la mano o que me había acostumbrado demasiado a las Sheaffer que uso desde aquel momento, que son mucho más gruesas, un poco más pesadas y, fundamentalmente, tienen años de seguir mis inclinaciones, mis caprichos al escribir, al dibujar, al diseñar.
Pero el otro día, uno de esos días en que sentís que los ojitos quieren saltar para adelante apuntando al vaso de soda que me acababan de traer con el café. La sola idea del líquido fresco los impulsaba, para refrescarse, para flotar libremente. Aunque no sé si los ojos flotan en un vaso o se van para abajo. O, peor aún, suben y bajan eternamente como la lámpara setentista con luces. Bueno, volviendo al hilo, hace unos días, cansados los ojos de tanta pantalla y sentado en un bar, con una hora y media para invertir en algo, lo único que se me ocurrió fue sacar una libreta, la lapicera y dejarla vagar por la página. Y eso hizo, vagó, dobló, inventó letras o trazos. Sumó oraciones y oraciones, dos, tres, cuatro carillas. Diez, doce y así fue pasando la hora y media. Lo importante era la conexión alma-lapicera. Ahí no estaba yo. Ni mi ego. Venía de más allá y se plasmaba bien acá. Pero no fueron solamente esas seis hojas de ambas caras que en cualquier momento quemaré, como suelo hacer siempre con este tipo de ejercicios, sino que fue un buen rato ajustando la mano, tomándole el pulso a la nueva lapicera, sintiendo su peso, cómo se comportaba cuando inclinaba más o menos mi mano. Y no era sólo la pluma, sino también la tinta. Una tinta que venía en combo con ella. De un color… humo? “Cuarzo ahumado” lo llamaron los creativos, más bien es un sepia extraño. Me sacó de mi bienamado negro o de mi alucinado burgundy por un tiempito, abriendo un nuevo campo.
Y sí, sé que parece totalmente enfermito lo que escribo, pero apunta hacia algún lugar, como siempre. Las herramientas que usamos. Por un lado, son herramientas, nada más. Pero por otro, son herramientas y hay que saber usarlas o, al menos, intentar entender cómo se usan. Si quiero escribir tranquilo, suelto o creativamente, no tengo que darme cuenta que tengo una pluma en mi mano, ésta tiene que moverse sola casi. No puedo estar pensando si salpica, si raya, si se resiste… No me gusta usar biromes justamente por eso, porque tengo que empujarlas para que escriban. No puedo hacer una fotografía si tengo que descular qué botón tocar para que haga lo que yo quiero. Y sí, parece obvio. Hasta que vas al campo con alguien y lo ves hurgar en su valija buscando algo mientras las fotos pasan o lo ves buscar a ver dónde miércoles pusieron la “q” en el teclado de la computadora o contando las teclas del piano para ver cuál es el RE.
Somos tan buenos como nuestra conexión con el resultado. Somos tan buenos con nuestros productos como pedazos de nosotros podamos poner en ellos. Somos la foto, somos el texto, somos la música. Pero para eso no tengo que saber de tu pelea con el medio, con el instrumento. No me interesa si esa foto te llevó catorce horas, me interesa la foto. Ni si el best seller lo escribiste en dos años o dos semanas, sino el libro en sí, el texto.
Y un punto más. Pensaba hace unos meses si el motivo de querer tener nuevamente una lapicera que me conmoviera, una herramienta tan personal y que había sido tan importante otrora en mi vida era simplemente revivir un recuerdo. Y en esta larga escritura del otro día me di cuenta que no. Que no tiene nada que ver, para mi, el escribir en la computadora o hacerlo en papel. No por la poesía de todo tiempo pasado fue mejor ni por el olor del papel ni nada de eso. Escribo rápido en el teclado, tanto como para no notarlo y que no trabe mi línea de pensamiento, por eso creí que teniendo esta opción ya no valía la pena probar de escribir nuevamente sobre papel.
Pero no. Nada que ver. Al menos para mis sesiones de limpieza de neuronas, no. Esa mezcla de palabras ilegibles más los trazos que suben, bajan, doblan y se van. La espacialidad de las palabras y la conexión con el medio son absoluta y totalmente diferentes.
Orgásmicas. Casi.
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