Cuando viajo a San Martín de los Andes paso una y otra vez por el mirador de la cascada Vulliñanco. Y cada vez que paso paro, miro y casi siempre le saco un par de fotos.
Lo raro es que ya pasé millón de veces pero, en la primera, la primerísima vez que fui (como fotógrafo, digamos), saqué lo que yo considero que fueron las mejores fotografías del lugar.
Sin embargo, cada vez que paso, miro, sé que no será lo mismo, pero no puedo evitar fotografiarla de nuevo. No sé, hay algo mágico en ese lugar, visualmente digo, que me atrapa, que me llama, que me pide que vuelva a intentarlo, pero repito, siento que YA tomé LA fotografía de ese lugar.
Puede que sea como con muchas otras cosas de la vida, en las que intentamos una y otra vez repetir algo que nos gustó o, quizás, mejorar algo que sabemos será muy difícil de mejorar, pero ¿Quién nos quita la ilusión de lograrlo?
Sé que será difícil cambiar ciertas cosas. Sé que será imposible volver a vivir ciertos momentos, tanto los buenos como los malos. Pero también sé que volver a ciertos lugares, encontrarme con algún amigo que no veo hace mucho tiempo, transitar los mismos senderos de montaña una y otra vez, caminar mi viejo barrio o encontrar fotos de hace mil años, me impulsan a seguir caminando, a seguir recorriendo nuevas rutas, a encontrar nuevas amistades, a tomar nuevas fotos, a respirar nuevos aires.
Qué hace que volvamos? El irnos.
Y qué hace que nos vayamos? Si, desde ya, el volver.
Somos un yo-yo que intenta hacer nuevos trucos o al menos eso parece, porque en realidad en algún momento romperemos la cuerda que nos ata para seguir camino. Pero la única forma de cortarla es yendo y viniendo, intentando nuevas figuras aunque se parezcan a las viejas, a las de siempre.
De subida los abrazo. Y de bajada también.
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