La nevada es como la televisión.
Desde el sillón, calentito y mirándola por la ventana es perfecta, la ocasión divina, el cielo en la tierra.
Pero cuando luego de mirarla salís emponchado hasta el cogote a disfrutarla no tardás en acordarte que es fría, húmeda y que lentamente te va congelando mientras tratás de volver a entrar en la casa patinándote y con las botas repletas de agua congelada que se descongelará adentro enchastrando todo.
Pero igual es bella. Imagino que en gran parte lo siento así porque casi no nieva donde vivo y cuando lo hace suele ser una nevada suave, de pocas horas o, a lo sumo, de pocos días. No suele venir con tormentas extrañas sino nevar así, como de casualidad, como de favor casi para que yo pueda escribir esto.

Pero es así, y cuando lo hace, no puedo dejar de mirar nevar y pensar que la nieve fue un regalo del universo para que nuestro personaje baje un cambio. Pero no solo porque no puedo evitar mirar por el vidrio en vez de concentrarme, sino porque cuando nieva el mundo se detiene. No pasa nada más. Solo nieva. No hay pájaros, no hay sonidos. Lo único que se mueve son los pequeños copos de nieve al caer.

Y acá, en mi pueblo y los pueblos vecinos, lentamente empieza a pararse el mundo literalmente. No hay escuelas, los trabajos que pueden evitarse se evitan, la gente prefiere no salir, se suele cortar la luz, se congelan las cañerías y todo esto, también hace que pares, que prendas las salamandra, el hogar o si no tenés nada a leña, que acerques el culo en la estufa y mires por la ventana pensando por qué no compraste chocolate la última vez que estuviste en el centro.

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