Los contrastes de otoño, entre los colores del bosque y la niebla, la helada y el frío, hace que algo dentro de uno reaccione, que salten los fusibles internos, que el alma se expanda, que surjan preguntas, agradecimiento y aceptación.
Siempre vuelven los recuerdos de mi primer grado, caminando por aquella vereda de la escuela, absolutamente tapizada de hojas secas, que crujían, que se resistían a mis pasos como el agua del mar en la orilla.
Amo aquella polaroid que me quedó del otoño en los setentas, tanto como esta película que vivo cada año, entre colores, helechos y musgos, entre hongos, lloviznas y sorpresas.
El secreto está en ser niño o en vivir en algún lugar donde todavía exista la naturaleza como es. Una o la otra nos conecta con nuestro verdadero ser.
Las dos juntas debe ser el samsara.
Pero ninguna de las dos, es decir, haber perdido ese niño interno y además vivir en mundos artificiales, fue lo que hice durante los treinta años en medio de las dos experiencias, y juro que te aliena. Te convierte en un bicho sin arcoiris, sin aves, sin energías sutiles, sin sonidos armónicos y bellos, sin sorpresas, sin sentir.
Es todo coca, tele, fulbo, minas, ropa, guita, laburo, guita, deseo, guita, queja, ausencia, desesperanza, guita, sueño, laburo, remedio, ansiedad, pastillita, harina, azúcar, fin de semana, cuentas, alcohol, trasnoche, netflix, sirenas de ambulancia, laburo, hedor, discusión, guita y más guita que no sirve más que para pagar todo lo anterior.
Ah, y para escaparte a la naturaleza dos semanas al año para poder soportar los otros trescientos cincuenta días otra vez.
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